Lo acepto. En un momento de desesperación llegué a gritarlo: “¡Lactar es un bad trip!” Ahí vino el papá a intentar tranquilizar la cosa: “Chica, cógelo con calma.” Claro, como no era a él a quien le masticaban el pezón.

Después de parir, la primera semana es especialmente durísima. Una está bregando consigo misma, con las hormonas, con la pela del parto, con la falta de sueño, con mantener viva a una vida que está conociendo y, si se tomó la decisión de lactar a la cría, con la fuerza de una mandíbula hambrienta contra la teta.
Esos primeros días, en lo que se me fue formando el callo en el pezón, lloré de dolor. El pellizco que me daba Gael con su tierna boquita estaba puñetero. Entendí por qué muchas mujeres se quitan y deciden o extraerse con la máquina o dar fórmula. No es tan fácil ni tan romántico como pintan dar la teta.
Pensaba en las dos orientaciones mandatorias que nos dio la educadora de lactancia antes de salir del hospital: “no debe doler, si duele algo está incorrecto, no se está pegando bien.”
Yo lo re-acomodaba. Todo igual de incómodo.
Mi hijo, con días de nacido, mordía como un tiburón.
Cada dos horas aproximadamente, durante esos primeros días de esa larga semana de bienvenida, donde una anda muy confundida, donde los días se sienten que no cambian, el bebé lloraba con hambre y yo me bebía las lágrimas con cada succión.
Aguanté. No me saqué leche siguiendo la recomendación de la misma educadora de esperar tres semanas para no incrementar la producción y que no me diera mastitis.
Pasó la dolorosa primera semana, luego la segunda, la tercera, la cuarta…
Entre tanto, llevamos ya cuatro meses de lactancia exclusiva. Gael pesa 15.6 libras. Vamos mejor.
Tengo que decir que orgullo y agradecimiento siento de haber resistido ese periodo tortuoso de adaptación y poder alimentarlo como mamíferos que somos.
No olvido que pronto vienen los dientes…
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