No me han quemado viva. Suerte. Sí he bregado con alguna quemadura de aceite hirviendo y de la plancha caliente, nada del otro mundo. Pero parir, parir, es otra cosa.
Parí dos veces en menos de dos años. Parecido a una elefanta, he estado casi corridos 16 meses preñada. Primero parí a mi hijo Lukas, que cargué sin vida unos días antes de expulsar su cuerpo, y quien fue el que me dio toda la fortaleza para poder resistir mi segundo parto, el de Gael, y saber lo que es el dolor y la intensidad de las contracciones. Con la primera experiencia supe que el dolor es intermitente, que pasa y se pone peor, que puede desesperar, que se respira, que se resiste, que es inherente al parto, y que se transforma en el amor más profundo. La oxitocina (la hormona del amor) es una genia. Sabe lo que hace.
El proceso de parto de nuestro primer hijo carga toda una serie de dolores físicos y emocionales, de duelo, muy particulares y diferentes a los que experimenté con mi segundo parto. Gracias al primero aprendimos a agradecer desde la entraña. La muerte nos enseñó a vivir.
Lo que viví con mi primer hijo me dio la estámina para resistir lo que vendría por segunda vez. Una es un antes y un después de parir. Pero más aún, una es un antes y un después de morir. Nos pasó un huracán por encima, y aprendimos a reconstruirnos con los cantos que quedaron.
En ambas ocasiones tuve el privilegio de parir lo más natural que se pudo dentro de la realidad de cada embarazo. Al primero, sin planificar, lo parí junto a su papá, en casa. Fueron once horas de contracciones. Dolió, mucho. Lo lloramos. Lo honramos. Lo dejamos ir.
Dicen que el dolor de parto se olvida, para dar paso al próximo, tal vez sí, o no, o es la vida misma que se empeña en continuar. Un masoquismo total.
Hace tres meses y medio volví a parir. Nos atrevimos a intentarlo otra vez. Quince horas de trabajo de parto. Pujo, a pujo, logré, logramos, traer a Gael aquí. Con ayuda, también junto a su papá, tuve la fuerza en las manos para terminarlo de sacar y que estuviera piel con piel sobre mi pecho hasta que su cordón umbilical terminara de llevarse todo lo que necesitaba de la placenta. El llanto, vivo, del bebé detonó el nuestro. Fue en el hospital, pero me sentí en casa. Abracé a Gael entre lágrimas, eran como dos en mis brazos.
Nunca en mi vida me he sentido más animal y más poderosa que en estos dos días, tan diferentes, tan distantes, y tan conectados el uno del otro. Ese día que despedimos a Lukas hubo lágrimas de dolor y de certezas. Este no era su lugar. Gracias por venir y dejarte sentir, hijo, le dije.

La tarde que recibimos a Gael la alegría y el miedo nos poblaron. Aquí está, respirando esta vida con nosotros. Nos toca darlo todo para colaborar a que se desarrolle como un humano de bien. Que responsabilidad. En lo que nos hemos metido. Aceptado el reto.
Así las cosas, es usual que cuando me preguntan, ¿el parto duele mucho?, siempre respondo: bien caBRÓN. Y dolerá, sí, desde muchos lados, con sus diversos desenlaces.

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